Ayer, en un momento de catarsis interior y de inspiración escribí un e-mail a un amigo que comenzaba con una disculpa. Perdóname, no he podido remediar mis ganas de escribirte. Ya era tarde, lo suficiente como para que las palabras que brotaban de mis manos corriesen el riesgo de ser devueltas con la misma impertinencia con la que fueron escritas.
Esta mañana me he despertado en una casa sorda, hueca y con el eco de una voz que ya no suena, que no vibra, que no viaja. Con la luz que él se dejó encendida cuando se marchó esta mañana y que se colaba por la rendija de mi cuarto. La cafetera seguía encendida, el café ya frío, mis esperanzas descansaban a treinta y dos kilómetros de aquí, donde ella, aún latente, respiraba.
Yo no sé despedirme.
Me he acostumbrado a recibir mensajes de personas a las que no conozco, personas que se quedan aquí por mi luz, como si acaso la parte que brilla más de mí no estuviese alimentada por una inmensa, cobarde y desgraciada sombra. Que mis palabras sanan, me han escrito, sin saber que muchas veces nacen de las heridas más profundas. Yo dejo que el teléfono siga almacenando los mensajes a los que no encuentro el momento de responder.
Porque yo no sé despedirme.
No era medio día, a lo que él llama mañana, cuando me he bebido a Leon Bridges mientras escuchaba una copa de vino blanco bien fría. Quién te va a quedar, decías. Quién. Quién. Las paredes seguían respirando el vacío de quien hace mucho tiempo que se ha ido. Y por primera vez en muchos años la hoja en blanco me producía el mismo pánico que saber que nunca más podré abrazarte.
Porque yo no sé despedirme.
Llevo semanas dejando que otros beban de mí y llenando esos espacios con el arte de amigos y amigas que hacen que la paradoja de la gran ciudad se dibuje menos solitaria. Unos cantan, otros escriben, otros dirigen, otros pintan. Cualesquiera que sea lo que hacen, lo que paren, han hecho que estas semanas en las que el vacío de mis letras pareciera no acabar doliese un poco menos. Qué ruin que decirte yo, a ti, que me sentí en casa en el puerto de una ciudad por donde antes él se había paseado. Y yo enamorada.
Pero no sé despedirme.
No sabía si estas letras mías que ahora os regalo se mancharían de la disculpa con la que comencé ayer mi e-mail o si por el contrario vendrían a pediros prórroga y compasión porque mi trabajo son las emociones y hace tiempo que el nomeolvides se ha posado a vivir aquí. Que ella todavía no se marcha y que a mí hay que saber leerme entre líneas. No por aspiraciones de enigmática ni por recaudo de mi ego, si no porque no sé decir las cosas de otra forma y hasta por esas a veces me bloqueo. Que ya lo he dicho,
no sé despedirme.
Mientras, yo seguiré a sabiendas de personas que rezuman arte, porque mi tristeza dicen que es difícil de leer, que llevo la sonrisa dibujada, que es perenne. Pero, ¿acaso no saben que hace tiempo que llegó el invierno y que yo vivo en la ciudad? Y ella todavía no se va y él todavía no puede romper a llorar. Y yo solo os escribo pidiéndoos perdón,
porque no sé despedirme.
16 de diciembre de 2018
Patricia