Mis rosas renacieron después de haberlas yo, insensible, matado.
Las arranqué una a una del manto sagrado, mientras el oro líquido del arrepentimiento bañaba mis mejillas.
Descorazonada, con el haza empuñada de coral, las dejé descansar sobre los ramos del rocío. Y fui mártir y verdugo en un instante: porque con el mismo corazón fracturado por el dolor socavé cada raíz de aquel jardín.
Insolente mirada manchada de juventud. Endeble a cada gota de salvia que se derramó sobre mis manos. Aquellas que, vírgenes de pecado, cargarían desde aquel día la esquela de cien racimos tuertos.
Y en la cristalidad de mi Amor me fundí con la pena de la Madre. Quien, impotente, deja marchar al hijo que de su vientre salió.
Vigilia de noches en vela donde solo en el manantial crepuscular expié cada error y, en las acequias de mi dolor, me deshice en el manto carbonizado.
Aquella tarde, por cada pétalo que corté, lloré una lágrima de sangre. Y en lo más recóndito de mi Ser nació la pausible y humilde esperanza de volver a sentir, ver y respirar mi Jardín como una prolongación casi metafísica de quién había sido.
No vuelvas, han nacido de nuevo las rosas en mi jardín.