Cuando un creador muere pasa a ese limbo en el que descansan una mezcla de recuerdos, literatura y erudición. Aquellos que nos quedamos solo nos sobra rezar, sin saber muy bien a qué Dios, y encomendarnos, aventurando una religión certera, que podamos disfrutar de su obra más de lo que del autor se nos permitió.
Cuando un literato muere una parte del gremio se desvanece, se solapa con la complacencia que la sepultura lleva inscrita y se corre un velo de irrealidad.
Cuando un autor muere a una le suenan las palabras huecas y los libros escritos rezuman la voz altisonante de la pérdida.
Todo eso sucede cuando un autor muere. Y cuasi por antonomasia o por capricho del destino, la muerte nunca pilla de traje al autor, quien la espera siempre a la sombra de sus letras. Por eso, cuando hoy recibí la noticia del fallecimiento de Carlos Ruiz Zafón me negué a la irrealidad de una experiencia que ya tengo por cercana, la de perder a quien se sabe querido.
De Zafón nunca conocí a la persona, pero sí al escritor y a su obra. Mi corta experiencia vital estrecha mis oportunidades de dar en el momento justo con la persona adecuada. Y he ahí el brillo de la literatura, la magia de la obra y de la no-muerte del autor.
Fue ‘La sombra del viento’ una de las primeras manos que la literatura me tendió. Como el limbo en el que yacen los recuerdos de la infancia que vuelven a través de olores, sonrisas y sabores, las letras de Zafón me recuerdan un tiempo sempiterno, augusto, dichoso, feliz.
Y es que Zafón engatusaba a golpe de historia. Fondeaba la imaginación desde dentro hacia fuera. Dejaba al hombre deambulando en las páginas de unas aventuras que, rogaba el lector, no acabasen nunca.
Zafón tenía una voz única y, aunque me niego a creer que en la muerte del creador en detrimento de los sueños que este mismo pintó en mi infancia, me consuela el anhelo de una adultez adornada por los libros que escribió y que me quedan por leer.