Patricia Fernández 14 de septiembre de 1920 - Madrid
Benedetti se yuxtapone con Betoven en la reliquia silenciosa de los últimos bailes estivales. Da un pequeño traspiés, se inclina y me invita a danzar. Parece susurrar, en esta liminidad de mi Ser, los versos más bellos que mis manos hayan de atender. Así se escucha la poesía, dice, con las yemas de los dedos, con semejante forma y refleja delicadeza con la que te apropias del cuerpo amado.
El tiempo se yergue vertical sobre el papel, este 14 de septiembre a las espaldas de Madrid bien podría conjugarse con los llantos síncronos del recién nacido en un cuarto mancillado a las afueras de Uruguay. ¿Qué son? Creo aventurarme a escucharlos viajar a través de mí. ¿Quién es? Aspiro a rozarle con la misma liviandad con la que sus poemas me elevan. ¿Dónde estás? Si en estas líneas, sin ser yo ella, somos mucho más que dos.
La Sonata avanza y mis trémulos ojos tantean las notas. ¿En busca de qué? Ahora estoy en lo alto del monte, nadie nos ha de ver, nadie vendrá a buscarnos. “Se la llevó la montaña”, dirán. Se fue. Huyó. El bagaje de un mundo adormecido concluyó sus días de juventud. Pero tú, eterno poeta. Tú, ojos de esperanza, brío y poesía. Tú, dime, ¿vendrías a buscarme en el patíbulo de mi desnudez? El narciso de tus dedos me despierta en mitad del profundo sueño, el cielo, cúpula de mis lamentos, proyecta tu descenso desde el limbo de los poetas. Dime si le viste, qué traje llevaba, cuántos botones se abrochó, cómo sonreía, si alguna vez mencionó mi nombre.
Rechazo adusta el ofrecimiento de mi amante. Él abraza mi embriaguez. Somos dos necios, dos almas viejas, con los ojos tristes y las manos raídas por la pluma y la tecla de quienes viven de espaldas al amor. Gracias por el fuego, ahora mi Alma le ofrece tregua, mi corazón se arrastra impávido por los circuitos de la Sonata consumida, caucásica y superflua de este hotel a pie de vía. Aquí también estás tú, cuando embebo sus cabildeos y deseo ser el río en el que muera mi Narciso. Se vuelve a marchar. El eterno devaneo se interrumpe. Apenas puedo respirar. Es casi ley… me dices. No vislumbro cara conocida. Vago sobre la vía. Mecanizo los pasos. Los amores eternos, espetas. No quiero seguir escuchando. Ya te tiempo leí atrás, antes del artista, antes de esta Sonata, antes de aquel rincón y de morir sobre aquella montaña. Son solo un instante.
Soy solo un instante. Arde. Tú estás dentro de mí. Yo formo parte del conjunto cuando estoy ahí, en gerundio vital. Danzo. Mis andares son mecánicos, los pensamientos automáticos. Vago. Me confundo con la insulsa multitud. Estoica. Decrépita. No saben quién soy y me pregunto, quejumbrosa, si apenas te recuerdan a ti. De mí es un descuido, de ti un sacrilegio. Mi poeta, poeta eterno. Llega a alumbrar el cuarto con tus versos, la Sonata está por alzar su término y la cacofonía de estos cientos de amores inconclusos me desvelan en un cielo sin Luna. Venme tú a buscar en la letanía de mi Ser. Muéstrame la prístina pureza de la poesía. Danza conmigo a la luz de las rezagadas notas de este Vals vienés. Enjuaga mi pena y deshaz, fausto, el tiempo acólito de cien años que me atraviesan en vertical.
Desde Madrid a Uruguay, de la Sonata al Vals, de la poesía a la novela y de tus versos a mi Alma vieja se teje, instantánea y eterna, la calle por la que pasear. Aquella en la que, yo aquí en cuerpo y tú allí en Alma y liviandad, paseamos felices, anónimos y ajenos a la multitud. Dónde tú en sus brazos y yo en sus teclas somos, ciertamente, mucho más que dos.