Patricia Fernández 18 de octubre de 2019 - Madrid
Prendo la vela, es un ritual. Me aferro a la desnudez de la pisada y al bautismo de la pleamar. Solitaria, la mirada se desliza por el manto turquesa y cristalino de la Virgen. No queda un Alma humana al que desperdigarle las divagaciones de este Alma vieja. “Pero sabia”, susurra él en un eco fantasmal. La pasarela de salitre, felinos y trémulos pescadores descansa inmaculada. Es demasiado temprano, incluso para los marineros de ribera. El espíritu de este amanecer lo cosen mis delirios de juventud. Contemplo el sepulcro de la vejez y la longevidad de mi infancia desgastada.
“He aquí el objeto de mi amor”, atisbo en un hilo de voz. “Al término preciso de este caminar es mi ignota voluntad ser devuelta a la crisálida de mi nacimiento”, nadie escucha y la carnalidad es un anhelo. Siento mi hogar en estas aguas y es mi hogar una combinación de minerales alejados de todo arquetipo vital. “Soy de este Mar”, la interpelo en un preludio vertical, solo ha de escucharse mi voz. “He recorrido este camino para encontrarte, allá en la meseta una pierde el don. Las palabras se saben huérfanas. Scheherezade agota el influjo de su imaginación y, como una muerte anunciada, la poesía perece a manos de la norma y el patrón”.
Flagelo mis pensamientos de fierro, la evanescencia de su compañía se me antoja insuficiente, banal. Este kilometraje de nauta me postrará en unos días sobre la cama. Recalo en mi propia ambigüedad porque, sin saberme con ella, me siento en él. Y en su geometría sagrada busco sus manos, su beso, su abrazo. En la sinuosidad melódica de este alba intento descifrar la dicción de su voz, el ritmo de sus canciones y el tono de su amargura. A toda ella yo la amaba. Me descubro mortal y despacho la lacrimógena verborrea que el saber acucia. “Estas penas son del Alma y lo que al Alma aflige la soledad ha de portar con talante elegancia”. No quiero llantos, mas titubeo infantil al mirarla de frente.
Su imagen baña estas aguas. Ella sonríe, ella llora, ella ama, ella odia. En el cenit de su vitalidad carga a los mocosos que la adoran y la admiran desde la altura pueril. Lejos de este Mar, a orillas del Danubio, se sueña su talla caliza. Los infantes le profesan la fe del amor y se dejan consentir por sus manías. Son sus ojos el camino de su Alma. Lascivos son los marinos que poblaban la caminata y dichosa la dorada que le debe la vida a tal sacra dama. Ella se sabe indiferente a los estragos de su piel, yo solo contemplo la escena desde el pesar de este trivial pensamiento.
Hoy mi sombra es daliniana y los cuatro palmos que me hacían de porte se doblan y me esbozan costuras de huérfana. “La única certeza de mi realidad es que solo sueño contigo”, danzo. Recalo en la soledad de mi cuerpo y en la plenitud de mi Alma. Tribulo, nómada, hacia el manto de este Mar. Tanteo las posibilidades de devolverme a ti, la repentina orfandad tienta al pensamiento. Otros descubren en mí tu boca y tu cabello, tu porte y tu alegría. No es consuelo que este cuerpo de mujer fuese tallado a tu semejanza. Balbuceo un bolero, la brisa hace a su vez de doliente compañía. “Como yo te quiero a ti”.
Podrías haber sido de la tierra, pero eres del aire, yo del agua. La materia inerte perece sobre el incendio de esta vela. Es el ritual al bautismo del espíritu. Primitivo, este anhelo me conduce a orillas de este Mar tuyo, de este Amor mío. A cuestas de la lozana espera los marineros de ribera se congregan en una línea inmaculada. Con su cándida inocencia, los vástagos del pasado se postran ante la dama sujeto de su adoración. Ya crecidos, ya lozanos, sus imágenes presentes velan en sonada discreción. El alba del camino permuta en su colofón un cenit astral que inunda la escena con su dorado manantial. La muchedumbre se apostrofa al término de tu llegada. Silencio. Apenas el lánguido clamor marino tergiversa la solemne cualidad del presente. Sacra dama te yergues y ante la efigie celestial de mi única religión yo musito, arrodillada a tu imagen, unas palabras que brotan de mi boca de mujer y que alivian mi Alma de niña.
Abuela, volví al Mar que me regalaste con el noble deseo de encontrarme de nuevo contigo.