Patricia Fernández 08 de noviembre de 2020
¿Puede olvidarse el intelecto del sujeto ajeno que pernoctó, inclusive a miras del Sol, en la piel? No te sabría decir, a veces, cuando divago y viajo, me acuerdo de él. Entonces me vuela el pensamiento. Observo el mar, recalo en el aciago pescador, ¿acaso es esta tristeza mía? Otros, cuando pasean por la orilla, andan. Yo converso con él, le intrigo: me responde. ¿Qué te puedo yo contestar que alivie tu pena, querida? Aquí todos mueren en cantos de sirena. Su recuerdo es ajado, descorchado y cacofónico. Su imagen mental pasea a mi vera en un sonambulismo marchito. Él nunca vino a recoger su imagen, por eso existe donde quiera. Por ejemplo, aquí, a seiscientos kilómetros del momento en el que de un portazo cerró la puerta de la casa. Y no, no sonó como un signo de interrogación, Sabina. Fueron tres sempiternos puntos suspensivos y, en el ínterin que los apartó del punto y final, le pedí a la Luna que intercediera por mí. No le preparaste café, eso es carencia de amor. Su copa de vino remitió sin tocar, nunca quiso probarlo. Entonces, Mujer, el dilema es de la piel.
¿Puede mantenerse la fe vital tras la fútil demostración empírica de que Ella ya no está? Dios y un pescador, la proposición lógica de toda creencia artística. El rapsoda del Cielo, me postro ante la Noche de Orión. Tu carne fue mancillada bajo los mil y un ojos de Dante, ¿cómo he de someter esta alicaída Alma mía a los mandatos de una deidad en el que no creo? ¿Cómo desdibujo este Mar de mi infancia si a la vuelta no me habrás de esperar? Porque vienes aquí para conversar con ellos, yo soy solo La Ilusión. Pero el objeto de mi Amor es tan inmenso, tan aciago y a la vez jocundo que no puedo saberme merecedora. Regreso condescendiente, nunca me quise marchar. Soy de aquí, de estas aguas, de este cielo, de este Mar. En aquellas calles angostas de cemento y devenir vital el Amor mío no echa raíces. Y Ella no está, solo me recuerdo eso, que Ella no está…
¿Puede olvidarse la Piel del sujeto ajeno que nunca la tocó y que se apropió, perverso, del manido Corazón? He escuchado la historia, mas no puedo permitirme otra concesión. Mis mejores años le fueron dados, la crisálida de ninfa a mujer. Fui Laura, fui Beatriz. Y tú, albor turquesa, fuiste el soberbio vital sobre el que descansó su inspiración. Aquellos versos… a ninguno de los dos nos merece tal relego, tú eres poeta y yo la tinta del poema. Nunca attrezzo, nunca babilón. Descansa tranquilo, ya no se pasea por aquí. Tampoco aquel endémico poema. Mientes. ¿Y acaso qué importa? No vive el religioso del credo: le urge el alimento del pan. Algún día…. Es una esperanza con la que hace años dejé de deshonrarme. Él vive aquí, este baile es a tres. La liminalidad de este Amor ciega toda esperanza suya de dejarme tras de sí con éxito. La liminalidad de este amor mancilla todo intento mío de obviarle en mis versos.
Tan dichosa, Mujer, que regresas a mí para encontrarte con ellos. Tan trémula es la carne de tus piernas y aguda la pena de tus ojos. ¡Calla! La bête noire dejó mi cuerpo malherido, todos ellos me vinieron a visitar. Ella era la Musa, Él mi Mefiosteles personal y al que en la piel descansó ya le encontré relevo. A Ella la susurro a ras de un cirio áureo, le confieso los vericuetos mentales y los entresijos del corazón. Rezo cien plegarias, yo, que nunca creí en Dios. Y ahora me dibuja la noche postrada ante una llama que ha de servirme como cobijo de su amor. El símbolo se vuelve corpóreo y el Alma se concreta en la aflicción de la pena. Ella que no está, Ella que no besa. Vive en ti, muchacha. El consuelo de la desdicha no lo sana la verborrea del reloj, tampoco el correr de la oración. Y tú no rezas. ¿Qué son estas palabras si no destiñen en su tinta su risa? ¿Si no sanan con su hacer la pérdida? ¿Si no me devuelven, precisas, a la Musa que las inspira? ¿De qué me sirve el Don y la concurrencia? Si mancillaría estas letras, si deshonraría a toda una audiencia por verla sonreír tan solo una vez más.
Con esa impavidez aprenderás a vivir, Niña. Inquiere tú al orfebre cómo se deshace el arquitecto del Sol de todas sus reliquias sin derramar una lágrima. Cómo pierde un jardín su rosa más preciada y continúa endeble postrado ante la constelación. Uno cultiva la resignación a golpe de pérdida, Niña. Ya sea la que aflige al corazón, la que ofusca al intelecto o la que calcinera la tez. De los tres aprendiste a perder y a los tres conseguiste querer sin el hábito del tacto, la costumbre del olfato y la usanza de la sonoridad. A los tres viniste aquí a encontrar a mis aguas postradas. Y en los tres me refugié cuando me supe Niña, poeta y Mujer. Siempre habrás de regresar, no has de sentir tristeza y, cuando te arda la piel, implórale al Alma para que los traiga de vuelta. Solo con Ella me conformaría. Por eso te ruego, desnuda de reticencia, que viertas de nuevo la clepsidra del reloj y me devuelvas a mi infancia, junto a Ella.
Ojalá, Niña, fueran tus deseos el recaudo que con maña pudiera yo cumplir. No vas a hacer que regresen, dime la verdad. A ninguna pregunta supiste responder. Ni la pernocta, ni el Amor, ni la pérdida de mi Musa. ¿Qué me queda en este Mar si ahora de mis lágrimas se alimenta? ¿Qué me empuja a versar si ahora mi poesía ha de perecer? ¿Qué le doy yo a este cuerpo si el Alma lacónica no haya aliento? Te queda Mujer, pues, la astucia de Scheherezade y la avaricia de Shahriar, que sean tus propias letras las que alimenten, impías, la vileza de tu orfandad. Y así entretén tu propia agonía, deshaz fastuosa tu pena y contén con elegancia la armonía de tu devoción. Sé la Luna, sé el Sol. Sé la pena y el Amor. Sé la culpa y la absolución. Sé la Niña y la Mujer. Sé el cielo y la constelación. Sé cuita y la satisfacción. Sé en ti, a través de ellos, el Amor que un día, por justicia divina, el Dios en el que no crees te arrebató. Y solo así podrás, Niña, poeta y Mujer, dar respuesta a las preguntas que guían al Alma, liberan la pena y te devuelven, humana y sacra, al mar de mi saber.