Patricia Fernández 22 de enero de 2021
Tengo miedo y escribo. Quiero llorar y escribo. Quiero huir y escribo. Sin parafernalias. Sin la rimbombancia que adula. Dejando salir, dejando brotar, las pulsiones más inmediatas. Sangro con palabras porque no sé llorar. A través de ellas me evado del cuerpo que habito. Pero, sobre todo, porque si estas letras no rescatasen la pena de mi Alma, sería yo un manojo de poemas, melancolía y ojos tristes. Y a esa sí que le temo, a la tristeza que te mira, te sonríe y te invita a bailar. Te seduce y te recuerda, entre paso y paso, baile y canción, todo aquello que has perdido, todo aquello que no pudiste retener. Te besa la boca con el yugo del olvido y te devuelve en su aliento las quimeras que martirizan este cuerpo de mujer.
A la Dama de Ojos Negros no le importa la verdad de tus ideales, ni la pertinencia de la fe, le importa que la creas. Y yo, que encontré de bien niña el consuelo en un libro de versos gitanos, soy blanco fácil para de su astucia perecer. Me dispara ella, directa al corazón y, con el mismo pecho en el que recala la bala, distingo mi mano apretando el gatillo.
Escribo porque me reconozco humana, porque en estas líneas vislumbro mi cuerpo vencido, mi Alma mancillada. Distingo a la niña, todavía mujer, agazapada en un cuarto en el que pare lo liminal de su tristeza. Y en ella brota la pena, el afecto, la lágrima, el consuelo y el amor. Brota el miedo, la esperanza, la melancolía y la pulsión. Echo raíces mientras lloro en esta promesa la posible pérdida. Las lágrimas de sal riegan la sombra que planea por el cuarto del tan temido adiós. Escribo porque no sé llorar. Escribes, me dirán, porque no sabes amar. Pero son estas letras el único lugar donde saberme humana y sangrar el dolor que solo a la Luna me atrevo a contar.