Patricia Fernández 26 de enero de 2020
La batallita de siempre, la de los viernes en el antro del infierno y la del domingo escuchando a Cohen, intentando recuperar, en términos apocopados, la compostura. Antes me era sencillo, nos veíamos con horarios, habíamos escorado la pasión a los días sacros. Nos encontrábamos a hurtadillas, como buenos ciudadanos, de espaldas a lo bueno, lo aprobado, lo normal. El ritmo era frenético, convulso, insaciable. De fondo no sonaba Cohen, más bien algún tecno que en pocas horas detestaría.
Ahora, también digo, era hermoso. No en el sentido renacentista de lo bello, sino en el intuitivo de lo provocativo. El de la pulsión. Sí y no, y te puede el sí, te puede el instinto. Nunca llevaba el cabello del mismo modo. Si no fuera por su olor, no habría sabido acertar. Tenía vida propia y lo dejaba ser. No le preocupaban los aforismos de la sociedad, se encariñaba como un gato y nunca sabías cuándo había de marchar. Incluso, con nuestros encuentros cerciorados, siempre existía la posibilidad de no regresar viva de uno de ellos o, al término del último día laboral, no volverle a encontrar.
La adrenalina de la pérdida vital me mantenía enganchada, narcotizada. La angustia de no saber y el éxtasis de volver. Un masoquismo cognitivo y corporal que me encadenaba a una libertad marginal. Era eso lo que me gustaba, lo circunstancial del encuentro, lo fortuito del desarraigo social. Unos le dan al crack, otros se emborrachan, yo tenía mi propio desahogo vital: liberar al animal.
El problema se desencadenó cuando el sentimiento de pérdida se volvió contra mí. Él se volvió contra mí. Ella se volvió contra mí. Contra mí. Comencé a sentir los zarpazos en las entrañas. “Déjame salir”. No te creas, la herida me reconfortaba. El dolor me hacía sentir que seguía viva. Compraba el whisky y lo derramaba sobre la piel y su canal. Podías ver que palpitaba. Luego escribía. Tenía miedo y escribía. Sentía hambre y escribía. Recordaba el antro y escribía. Escuchaba el tecno y escribía. Practicaba sexo y escribía. Pero apretaba más. “Las costuras no se rasgan desde la palabra, has de salir a cazar”.
El león habría de quedarse en su jaula, aunque aquello significase un atentado vital. Racionalmente se lo trataba de explicar, hasta llegaba a convencerme a mí misma. Si lo repito muchas veces acabaré por creerlo: “No existes”. Pero el león no se amansa, enloquece. Y, una vez se hubo devorado a sí mismo, comenzó a devorarme a mí. Empezó por lo fundamental, la racionalidad. Inquiere, cuestiona cada decisión vital. Invierte los papeles, te hace ver otra realidad. La fantasía de lo irracional. “No deberías seguir ese camino, te están amansando en tu totalidad”. “Renuncias a todo lo que has sido, decepcionas los deseos instintivos por encajar”. “Es todo un teatro, no te dejes llevar”.
Intento aplacar la voz en la cabeza, pero entonces la voz aparece en los versos de Lorca, en las canciones de Cohen y en las imágenes de Curtiz. Todo aquello que hasta entonces había sido eco de compostura se rebela contra mí. Me devora por dentro, es visceral. Comienza por los principios, continúa en la ética y prosigue con las reglas. Es salvaje, instintivo y brutal. No escatima es sensaciones. Quiere sentirlo todo. Verlo todo. Me reprocha que no nos hayamos vuelto a encontrar y, como espero que haga, se quiere vengar.
El cuerpo maltrecho no sacia su apetito, quiere más. Continuará a través de mis pensamientos más cabales, los sustituirá por lo que considera auténtico, real. Seguirá por los hábitos, querrá invertirlos, quitarme los horarios, lo “normal”. Después vendrá lo fundamental de la apariencia, el cabello. Lo sabrá independiente a mis deseos, lo liberará de las costuras de lo social. “Que baile con el viento”, ese será su único precepto. Y, una vez me haya desquitado de dogmas, liberado de convenciones y desarraigado de mis apariencias, dará su toque maestro: empujarme al espacio tiempo donde tenían lugar nuestros encuentros y darme una única orden, cazar.
Escribo todo esto porque suena Cohen. Por unos instantes cesa de torturarme, pero mi fe es vanidosa, sé que no tardará en despertar. Está anocheciendo y, si no quiero que me devore por dentro, solo puedo seguir un instinto mientras escribo: liberar al animal. Y que Dios me perdone.