Patricia Fernández 29 de enero de 2020
Rasga las entrañas. Brota desde lo visceral y se expande desde mi útero hasta las antípodas de mis pies. Escapa en forma de aullido, no se deja domar por el don de la palabra. En cierto momento me consume y me devuelve al estado original. Dejo que se vicie con mi cuerpo y demando la condición narcotizada en el que me deja cada explosión. No alcanzó a recoger los escombros a los que se quedan reducidos mis dedos, mis brazos y mis piernas.
Pierdo la lucidez por momentos, divago por el estadio vital anterior a mi concepción en un vientre semejante a este que ahora me arde, que me consume, que me flagela. Planeo por las paredes del hogar que nunca construiré, el libro que no sabré escribir y el amor que no habré de dar. La sombra del pasado proyecta en mí la única verdad de la que me puedo convencer: algún día moriré. El pálpito de mi vientre capitanea la única certeza que puedo vislumbrar: en este instante sigo viva. Por eso reivindico el aullido, la lágrima y la miseria corporal como prueba de que lato, de que respiro, de que existo.
Vislumbro a Coubert, a su atrevimiento. La vida es una transacción corporal. El gozo queda aplacado por el instinto de la madre para dar vida a un ser que nace. Y en el principio de este fin, comienza el fin de este inicio. Aún así fueron despreciadas, calumniadas, quemadas, violadas. En un mundo donde la ignorancia alimentó la violencia. Ahora que me retuerce las entrañas, que la cama se empapa de sudor y que se me revelan otras certezas, pienso en aquellas que me precedieron y a quienes les debo hoy poder sentir un dolor tan sacro, tan humano, tan vital.
Pienso en mi madre, plena en su sabiduría. Pienso en mi abuela, luchadora implacable. Y me miro en ellas cuando me veo a mí y proyecto en mí lo que veo en ellas. No me da tiempo a pasar de generación cuando siento la afilada hoja del puñal desgarrarme las entrañas. Me doblo. La respiración se acelera. En el borde del lecho adivino el vaso de agua. Vacilo, se desliza de mis dedos y se derrama. No hay nadie en la habitación, pero atisbo a escuchar cien voces que se agolpan en el cabecero. Una mano que no llego a diferenciar me agarra el vientre con ternura. Pareciera el dolor ceder como acomplejado por ser descubierto. Quizás sea la mia propia. Quizás no.
La cama es un rio de vino tinto. No es la sangre de dios, es el manantial de la madre. De la Diosa. De lo femenino. Recalo en Frida. Vislumbro a Helena. Mi vientre hinchado reclama mi atención. Pareciera que a parir fuera. Son ideas, ideas, ideas. Recuerdo las palabras de mi madre. Me recreo en la idea del poder que mi naturaleza me confiere. No reniego del delirio, ni del llanto, ni del dolor. Los hago parte de mí, son parte de mí. Me elevo sobre el dormitorio y empiezo a correr. El cuerpo aún postrado examina el aliento apocopado, la piel sudorosa y el cabello deshecho.
Corro, corro y corro. Corro con lobos y descubro el lado oscuro de la Luna. Encuentro a Lilith y disfrutamos de un manjar bajo el Árbol de la vida. Beso el cabello de la Magdalena. Adoro la sabiduría de Isis. Me recreo en el instinto de Yemanya. El caudal que brota de mi sexo es un río que me conduce a todas ellas. Un río de sangre que me devuelve a mí.
Parpadeo desubicada en esta almohada que mece mis cabellos calados. Atiendo al enigma de la vida, a la quimera de la realidad. Este dolor sin narcotizar me ha devuelto al subsuelo de las creencias, a la marginalidad a la que desahuciaron al linaje que me precede. Nunca nos admitieron en El Reino de los Cielos, tampoco hubiéramos querido entrar. He creído conocer el infierno brotar de mi vientre y a mi madre abrirse en canal para que mi corazón latiese. Y, ahora que este dolor me desgarra y tensa mis fuerzas hasta desvanecerme, recuerdo que lato porque estoy viva y que esta es mi única realidad. Ahora entiendo que fueron los lobos los que corrían con nosotras en la ribera de un río escarlata.