Patricia Fernández 07 de febrero de 2020
Parto de la máxima, con incursiones, de la liberación personal a través de la educación sexual. Y sí, mi máxima hace aguas por todos los costados y a punto de está el barco de hundirse conmigo. Por eso mismo, denme algunas líneas que haga yo cortésmente el intento de explicarme.
Le “educación sexual” judeocristiana se ha sostenido históricamente sobre dos pilares, el pecado y el recato. Es decir, contradice cualquier instinto primitivo y natural a la vez que, paradójicamente, lo secunda. Practicar sexo para procrear. Gracias a Dios, que me gustan a mí las ironías, conseguimos superar este freno cultural hace no muchos años. Pero, de aquellas brasas, estas cenizas: la educación sexual actual hace aguas por todos los costados. Es insuficiente y, hartos los adolescentes hormonados de ver cómo se le pone un preservativo a un plátano, buscan sus propias vías de exploración, conocimiento y conversación.
Los jóvenes deseosos y febriles de explotar y disfrutar de sus cuerpos, y de los de sus coetáneos, recurren a la pornografía mainstream como obligación, y cuasi derecho, de ejercer su educación sexual. Así lo demuestran los estudios que sitúan en 14 años la edad media de inicio en el consumo de pornografía. Practicar sexo por deporte, pero sin deportividad. Dejado a un lado lo conversacional del acto, lo compartido del deseo y la horizontalidad del encuentro, en sentido figurado, el sexo, lejos de ser un espacio de evasión, pasión y gozo entre amantes, se convierte en un monólogo individual con la ilusión de la escucha del otro. Los roles de género se trasladan a la cama, a la cocina, al sofá. Y entonces aparecen los amantes frustrados que, sin embargo, encarnan su papel durante el acto con total naturalidad.
De esto hablaba el otro día con un colega cuando el tópico de la mujer recatada no tardó en llegar en forma de queja y la sombra del orgasmo femenino fingido planeaba sobre la conversación. Forma parte del ritual de la acción, y no hablamos de máximas aristotélicas, sino de la opresión histórica sobre los cuerpos. En aquella educación judeocristiana, que persiste en forma de valores, el cuerpo de la mujer tenía un único fin: procrear. Fue y es un espacio político, un campo de batalla, un lienzo artístico.
Al fin en sí mismo biológico se le añadieron las costuras sociales que, como un buen corsé de época, constreñían la respiración. No habrás de desear, serás el objeto de deseo. No habrás de observar, serás el sujeto erótico observado. A la Artemisa de Ovidio la miraba Acteón, hasta que el cazador fue cazado y convertido en venado. Sin embargo, pintores como Tiziano o Hendrick de Clerck eligieron representar en sus obras el momento en el que la Diosa es capturada por la mirada masculina.
De la pintura llegamos al séptimo arte, la maravilla del S. XX, y el discurso se centró en exaltar su figura en movimiento. Hollywood, que se pensaba a sí mismo como meca de la universalidad, nos regaló los prototipos arcaicos, desfasados y que, sin embargo, parecían encajar a la perfección en aquella educación judeocristiana. Nunca, oh mujer, practiques sexo por vanidad. A no ser que quieras acabar siendo tachada de ninfómana mata ancianos y con dos tiros en el pecho al estilo Madonna en ‘Body of Evidence’.
Así, nuestra dualidad se antojaba histriónica, arcaica y tediosa. Y en esta disyuntiva de santa o ninfómana en un marco social carente de educación sexual parece que el deseo femenino continúa siendo pecado. Pero es que, después de siglos de represión, hay hogueras, demonios e infiernos que se llevan en el subconsciente. Y así, mi colega me comenta que está harto, como hombre heterosexual, de encontrase con “estrellas de mar”. Un mar intoxicado de imágenes pornográficas violentas, de mete-sacas aburridos y de Dianas y Madonnas que, perdonen la expresión, están hasta el coño.
El esquema de los filmes pornográficos actuales es el mismo que el de Diana con Acteón, la mujer observada, llevado al límite. La narrativa reproduce los tópicos tradicionales, la lujuria perversa encaramada en el sexo de Madonna. La relación vertical que posiciona al hombre sobre la mujer se traslada a la cama, literal. Se pierde el ritual, se despoja el acto de narrativa, se olvida la complicidad del deseo y el desparpajo de la pasión. Y así, solo así, seguimos incorporando en nuestras relaciones sexuales patrones vetustos y estériles que conducen a las mujeres a fingir orgasmos y a los hombres a no saber escuchar.
El sistema ideológico de la pornografía actual ha pervertido la narrativa del encuentro hasta límites que, hasta el momento, no habían sido colonizados ni por los dogmas del fe ni por el séptimo arte. El consumo de textos audiovisuales donde prima el sexo sin preservativo, las prácticas cargadas de violencia y el sometimiento de la actriz, entre otras, ha abierto una brecha generacional sostenida por las nuevas tecnologías. El sexo continúa siendo un tabú, a la vista de la escasa educación sexual, pero en el subcircuito juvenil la pornografía tiene un horario en prime time de 24 horas.
Será que las cadenas que vestimos aún nos pesan y que la educación sexual continúa sin ser explicada en las escuelas. A estas alturas del partido hemos de admitir que sin esa educación no podremos llegar a conquistar el espacio libre de metro noventa en el que podamos expresarnos y escuchar sin prejuicios, con sinceridad. No existe el sexo sin ritual, cada una de nosotras, cada uno de nosotros, entona un personaje, es parte de la acción. En nuestras manos está elegir si las cadenas nos lastras o forman parte del juego. La historia venidera demostrará si, de no haber sido por el empecinamiento de Ovidio, Artemisa y Acteón hubieran podido tener, como iguales, un final a la altura de la petite-mort.