Patricia Fernández 26 de marzo de 2022 - Madrid

El gran afán de la vida de Luis Landero (Alburquerque, Badajoz. 1948) ha sido y es escribir. Con 30 años colgó la guitarra, se desligó de la farándula, abandonó su “soltería literaria” y entró en “el convento de la literatura”. Su primer éxito llegó con Juegos de la edad tardía (Tusquets, 1989), donde Landero amolda la memoria, pule la palabra y da forma a la imaginación a través de su personaje, Gregorio Olías. A este le siguieron obras maestras como Lluvia fina (Tusquets, 2019), elegida mejor novela española en 2019, y El huerto de Emerson (Tusquets, 2021), entre otras. Acaba de publicar Una historia ridícula (Tusquets, 2022).
La literatura de Landero es la meticulosidad del personaje, la traslación de la memoria y el empeño por lo concreto. Escribe cada mañana rodeado de la alquimia de “unos 40 o 50 libros” de los que lee “entre cinco y siete minutos” antes de ponerse a escribir, “como calentamiento”. Todo es una traslación entre la vida y la palabra, un pacto entre el escritor y la inspiración, a la que espera, dice, “como el amado a la amada”. Son las seis de la tarde en el madrileño barrio de Chamberí. El día está calmado, el ambiente es lánguido y el cielo plomizo. Llego a la entrevista empujada por los senderos de la inquietud que se desvanecen en el salón del escritor, donde una atmósfera literaria acoge la escena. Estamos en el plano del presente, pero pronto la conversación desliga hacia los devaneos de la memoria, la literatura, el amor y el afán literario de Luis Landero.
P – Quiero que volvamos a Alburquerque, a los años 50. Es usted un niño y está sentado en uno de los pasillos que forman la memoria de su infancia. ¿Qué ve? ¿Qué palabras atesoran mejor aquellos primeros años?
LL – Aquellos años fueron años de asombro y de luz. Los momentos más felices fueron los veranos de mi infancia. Es una época de impunidad, con ese sol extraordinario que hay en el sur, corriendo por los campos, la huerta y tantos sitios. Con palabras como “luz”, “libertad” y “felicidad”. En general, no he vuelto a ser tan plenamente feliz y a sentir esa plenitud de la que nunca te cansas, en la que cada segundo que vives es un momento de intensidad. Todo a tu alrededor está lleno de prodigios y de maravillas dignas de ser conocidas. Quien haya sido niño sabe algo de esto.
P – A medida que crecemos la extinción de la infancia supone la transformación de las creencias. ¿Cómo cambian estas creencias a medida que perdemos la inocencia y qué sucede si aquellos dioses de la infancia en los que creemos se extinguen?
LL – No sé si llamarle dioses. Aquellas son las cualidades de la infancia y de la inocencia. Tanto aquellos que cultivan el arte, como los que no, deben conservar algo de esa inocencia para poder relacionarse con la música, la pintura, la literatura y la vida de un modo vivo donde la costumbre y los hábitos no se adueñen de ti. Desgraciadamente a veces la infancia se pasa y las personas no conservan nada del niño que fueron. Pero hay otras personas, entre las que yo me encuentro, que conservan parte de ese niño y de su poesía.
P – Crecemos y debemos encontrar, como Gregorio Olías en Juegos de la edad tardía, aquello que usted llama el “afán”. ¿Cuál ha sido el suyo?
LL – Sin lugar a duda ha sido escribir. Por parte de madre, los Durán, son todos muy realistas, pacíficos y conformes con la vida, están contentos y no son imaginativos. Pero yo estoy muy marcado por la parte de los Landero, que son todo lo contrario. Personas atormentadas, llenas de afanes, descendientes de los constructores de la Torre de Babel, de Dédalo. Es decir, metidos en afanes y ambiciones imposibles. Soñadores y penitentes, gente profundamente insatisfecha. De ahí viene el escritor, porque la escritura nace con la insatisfacción y la carencia. La gente feliz no fantasea, porque no lo necesita, pero las personas insatisfechas necesitamos soñar para llenar el vacío, algo que nos falta en la vida y que no encontramos. Por eso el gran afán de mi vida ha sido, evidentemente, escribir.
Escribir es el oficio más extraordinario del mundo
P – En este afán de escribir la materia prima son las palabras. Cuando una le lee puede observar la pulcritud con la que han sido elegidas. Sin embargo, ¿qué sucede cuando no podemos encontrar la palabra precisa y se crea ese limbo entre la realidad y la palabra?
LL – Yo creo que todos los escritores que le concedemos mucha importancia al qué y al cómo se dice hemos intentado escribir la página perfecta. Aquella en la que, como decía Borges, ni falte ni sobre nada. Esto es un afán, como tantos otros. La búsqueda de lo imposible, de la perfección. Ícaro camino del Sol y la Torre de Babel tocando el cielo. Y, sin embargo, luego te das cuenta, esto también lo decía Borges, de que cualquier página del Quijote no es una página perfecta, ni tampoco el autor lo intentó. Pero, al cabo del tiempo, fueron las más perfectas de todas. De manera que esto es muy misterioso. Lo más importante es darle forma a esa historia que tienes en la cabeza, escribirla. Ahí uno hace lo que puede, pero siempre se queda lejos. De manera que todo escritor está llamado a fracasar si realmente es ambicioso. El escritor persigue un imposible e intenta, como decía Faulkner, alcanzar lo inalcanzable y decir lo indecible, que es el sueño de todo artista. Los que más se acercan son los músicos, los demás lo intentamos y en eso se nos va la vida.
P – En esta búsqueda de la perfección, ¿cuál es aquella palabra que le deslumbre y la que le dé oscuridad?
LL – No tengo ninguna palabra especial, pero sí que, a la hora de escribir, cuando consigues la expresión exacta, como decía Juan Ramón Jiménez, te invade una sensación enorme de felicidad. También cuando dices lo que no estaba previsto. En esos momentos dirías que la inspiración existe de verdad. Te pones a escribir y de pronto inventas algo de tal manera que te quedas admirado de haberlo dicho y te sientes muy feliz. Escribir es el oficio más extraordinario del mundo.
P – Usted mismo dice que, cuando la inspiración falta, se recurre a la vendimia de los recuerdos. Si esta memoria fuera un jardín, un huerto, ¿qué observa en este jardín al que usted se asoma?
LL – Veo muchos hechos dispersos, fragmentos. Al fin y al cabo, todo nuestro pasado es una antología de fragmentos, pedazos escogidos. Aunque no sabemos cómo porque el olvido ha destruido casi todo. Entre la memoria y el olvido, esas dos brujas, seleccionan aquello que tenemos que recordar y las que debemos olvidar. Ambas modifican o poetizan las cosas y nos las devuelven convertidas en algo muy hermoso. Todo eso es nuestro pasado que en todos nosotros es un tesoro por descubrir. Uno debe concentrarse en los pasillos, en los relojes que ha tenido… En lo concreto, ¡siempre lo concreto! Porque en lo genérico y lo abstracto uno se pierde. Lo abstracto va en contra del arte. Si tú recuerdas olores, sabores o tactos, como la magdalena de Proust, y te concentras en eso de pronto descubres cantidad de cosas que estaban por descubrir. Debemos descubrir nuestro pasado y, donde no llega la memoria, llega la imaginación.
P –En sus libros el viaje al pasado es a través de las historias. Usted como escritor, en este viaje que es la literatura, ¿ha llegado a conquistar Ítaca?
LL – Claro, ¡anda que no he hecho viajes! Sin ir más lejos, La Odisea, que es uno de mis libros favoritos y que leí muy pronto, con 16 o 17 años. Mis mejores viajes quizás hayan sido con los libros. Con Allan Poe, Melville, Baroja, Stevenson… ¡Con Cervantes me he recorrido La Mancha de arriba y abajo! Pero bueno, no me gusta demasiado viajar porque soy perezoso con los aeropuertos, los aviones, los turistas… Casi prefiero soñarlo, aunque haya viajado mucho dedicándome a la farándula y luego como escritor.
P – Sobre el amor. En el El huerto de Emerson narra los inicios de la relación entre Cipriana y Florentino. Aquellos encarnaban los amores ritualizados. En la actualidad los ritmos se han acelerado y parte del ritual se ha diluido, ¿puede continuar existiendo el amor si los rituales se desvanecen?
LL – No son necesarios tantos protocolos como había en tiempos donde vigilábamos aquellos amores lánguidos. El amor sigue y no sigue existiendo. Hay que decir que lo que entre una pareja se llama amor a veces no es más que costumbre, un afán o una pulsión erótica que no va más allá. Pero el amor es algo más profundo y escasea más de lo que parece entre parejas. Lo que es un amor pleno, donde tanto el cuerpo como el espíritu participan y se funden en algo único, es muy raro. Existe en la poesía como un ideal, pero no creo que mucha gente lo alcance. Lo que existe es una especie de sucedáneo que está bien, porque la costumbre hace que la gente se quiera, se acomoden unos a otros y sean felices.
P – ¿A amar se aprende?
LL – Yo creo que a amar se puede aprender, pero no lo sé, porque no soy experto. Otra cosa son los flechazos, que normalmente suelen ser bastante superficiales. Me acuerdo en mi adolescencia y juventud, me enamoraba muchísimo porque leía a Bécquer y a Neruda. Me intoxicaba de poesía y, cuando salía a la calle, me enamoraba de la primera chica que veía porque estaba viendo a un modelo ideal. Iba previamente enamorado, solamente necesitaba que se encarnase en alguien. El amor es algo que yo he entrevisto varias veces en mi vida. Pero lo que es ese amor inspirado y maravilloso del que hablan los poetas creo que solo lo he vivido tres o cuatro veces, quitando la adolescencia que lo vivía diariamente. Existe idealmente, pero yo lo conozco por los libros y la poesía. No sé cuánto dura ese amor maravilloso, quizás entre uno y tres años, que es lo que viene a durar el amor eterno.
Si le damos la espalda al pasado perdemos nuestra identidad
P – Si aplicamos este amor a la belleza, a la poesía o a las personas, ¿puede ese poema o persona, objeto de nuestra adoración, seguir siendo bello cuando, quien lo ama, deja de mirarlo? ¿Podemos seguir siendo bellos si nadie nos mira?
LL – Normalmente la belleza se crea y el amor es una invención, lo decía Antonio Machado. El amor inventa al amado y la amada inventa al amado. Es el negocio más maravilloso que hay. Hay dos adolescentes sentados en un banco que igual no son guapos ni nada parecido. De pronto él le dice a ella: “Eres la mujer más hermosa del mundo, hasta que no te conocí no supe lo que era la belleza”. Y ella le corresponde con palabras parecidas. Él le ha inventado a ella y ella le ha inventado a él como los seres más extraordinarios del mundo, ¡qué negocio han hecho! Es una cosa realmente extraordinaria. Normalmente somos bellos cuando alguien nos ve bellos. La belleza se crea a través del amor.
P – Usted ha sido profesor de secundaria. En los últimos años estamos asistiendo a la agonía de las humanidades. ¿Qué nos depara si el fuego se apaga, dejamos de reunirnos y la filosofía desaparece del currículum escolar?
LL – Me parece una verdadera catástrofe histórica. Los europeos tenemos un legado de más de 2000 años de civilización. Gracias a las humanidades el pasado tiene vida y palpita como si tuvieras un pájaro en las manos. Ese legado es la herencia más extraordinaria que podemos recibir. Si le damos la espalda perdemos nuestra identidad. Somos lo que han hecho de nosotros Aristóteles, Mozart, Shakespeare, Cervantes… y así sucesivamente. Nosotros tenemos también la obligación moral de dejar un legado a los que vienen detrás y de que esa llama continúe. Pero naturalmente ahora, viviendo como se vive en la más absoluta y rabiosa actualidad de espaldas al pasado – porque se han levado anclas y se vive en la inanidad del presente – existe un modo de barbarie. Yo confío en que hay gente que mantiene la llama, la minoría que siempre lo ha sido. Pero las redes sociales e Internet conspiran contra la lentitud, la soledad, la concentración, el coloquio y la conversación. Todo esto que es lo que realmente hace que el fuego de la civilización y de la cultura sigan dando calor.

P – ¿Cuál está siendo su último viaje literario?
LL – Muchos libros a la vez. Estoy releyendo a Montaigne, a Rousseau y a Conrad, por ejemplo. Luego estoy leyendo libros de ahora como El año del Búfalo de Javier Pérez Andújar. Tengo un montón de libros. Siempre leo, pero sobre todo releo. Vuelvo a los libros que realmente me han marcado.
P – ¿Cuáles han sido estos libros?
LL – Unos cincuenta o sesenta. Libros de todo tipo. Desde el siglo XIX con Stendhal, los clásicos españoles, la filosofía de Montaigne… Schopenhauer me gusta mucho. De vez en cuando releo algún diálogo de Platón. Soy un poco como el boticario, cada día necesito algo según me venga. Los libros son como vitaminas.
P – Muchas gracias, Luis.
LL – Gracias a ti, Patricia.